La sala del Teatro Payró nos recibe para que Stella Matute nos interpele con una textualidad dura y cruel a la vez que poética en su vuelo. Lo hace en un espacio que desde que nos recibe se siente su carga de sentido, no sólo en la presencia de los objetos, sino en la densidad de un estado de expectación, ante la ausencia de Julia, la narradora que nos iniciará en el camino de una historia, su historia, para que seamos testigos de un dolor, su dolor de niña –mujer que no puede, a pesar de los años, borrar las huellas de la violencia sufrida.
Todos los elementos que habitan el espacio guardan un sentido, en una atemporalidad buscada, para que el relato sea a la vez símbolo. Mientras el sonido va enlazando el clima que callan las palabras y acentúa la atmósfera de tiempo detenido; el de la memoria que reclama su presente, el de las heridas que buscan en el presente su momento de cura, de reparación. Stella Matute realiza una excelente performance en escena, en la utilización de los objetos, en la construcción de mundo, desplazándose por el espacio delineado por el director y cuyo mapa de recorrido diseñó Mecha Fernández, desdoblándose de niña a mujer, apelando a la empatía del espectador, a la complicidad de su comprensión. Un texto y una actriz que sabe cómo extraer de sus palabras, la fuerza del personaje, su lucha, la búsqueda de su eterna razón de ser.
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